R E S P U E S T A S
(Léase después del “Fuego infernal…”)
En el artículo anterior sobre la falsa interpretación de los Evangelios acerca del fuego infernal, quedaron pendientes dos temas: “¿En qué consisten las penas de ese Infierno que ya no tiene fuego? ¿Cómo el Dios Padre del hijo pródigo puede castigar a uno de sus hijos por toda la Eternidad?”
Nadie lo sabe. Pero vamos a examinar qué dice al respecto el Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por el Papa Juan Pablo II y a continuación haremos unas reflexiones socio-filosóficas, con fundamento en la doctrina de los Santos Padres (discípulos de los Apóstoles o discípulos de éstos; es decir como hijos o nietos espirituales de los Apóstoles), que nos puedan llevar a una comprensión racional de lo que puede ocurrir tras la muerte.
1.- Penas del Infierno, según el Catecismo de la Iglesia Católica.
Dice el Catecismo: “1033. Salvo que elijamos libremente amarle, no podemos estar unidos a Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos… Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno”[1].
Y en el nº 1035. “La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad…La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira”.
“1037. Dios no predestina a nadie a ir al infierno; para que esto suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final.”
Resumiendo: No se trata de un lugar, sino de un estado anímico; al que se llega por nuestra libre voluntad de estar separados de Dios, al pecar gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos. Es, pues, una autoexclusión definitiva de estar separados de Dios, por un odio o aversión libre y permanente de la vida, hasta el final. Y, por ello, en modo alguno puede afirmarse que sea “un castigo de Dios” (mentalidad heredada de algunos pasajes del Antiguo Testamento), sino una libre elección.
2.- Reflexiones socio-filosóficas.
Nacemos como seres libres y a partir del momento en que tomamos conciencia de nosotros mismos, nos hemos de hacer como personas. Somos “libertad constitutiva”, es decir un ser-en-el-mundo, que está ahí, se encuentra frente a un sin fin de posibilidades y que ha de ir eligiendo a lo largo de la vida cuáles prefiere y cuáles no, hasta constituir su personalidad. Al morir, quedará hecho, cerrado, de una vez para siempre: todo un pasado y un presente de anhelos, deseos, aspiraciones que quedan como congelados en ese acto, para siempre.
Pero en los momentos de la elección caben dos actitudes: la del que toma conciencia de que es un- ser-en-el-mundo y que por ello está integrado en él y vive con y gracias a él, y la del que se siente un huésped privilegiado de ese mundo y vive sólo para sí; en definitiva, el egoísta egocéntrico: aquel que a lo largo de su vida utiliza a las personas, a la sociedad para su medro personal; sin importarle el dolor que pueda causar a sus semejantes.
En la práctica, sabemos que se suele pasar con frecuencia de un extremo al otro. Las exigencias de nuestro cuerpo, de nuestra posición familiar y social, los avatares del mundo que nos rodea nos obligan a reflexionar, a poner los pies en el suelo y a rectificar nuestra conducta cuando se vuelve antisocial. En este caso, no hay empecinamiento en una actitud egocéntrica, de creerse único en el mundo, con derecho a pisotear a los demás, para que sean escabel de nuestro ascenso. En suma: ha habido debilidades, pero no una conducta que se oponga a aquel mandato del Señor: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, y por ello no hay una actitud permanente de obrar (pecar) contra los otros.
Sin embargo, el mundo está lleno de personas que han escogido el otro camino, el del egoísmo egocéntrico, creer que este mundo es para “los listos”, que saben aprovecharse de los demás, sin importarles que para eso haya que pisotearles, humillarles; utilizarles como medios y no como fines; diría el gran filósofo Manuel Kant[2]. Sus triunfos les conducen a la soberbia y a la envidia, con lo que conlleva de odio hacia aquellos otros que son más que ellos o que les han impedido trepar.
Aman a su esposa en tanto en cuanto les adora y les sirve para estimular su “ego”; a sus hijos, siempre y cuando saquen buenas notas, triunfen, sean modelos, porque de lo contrario, se sienten humillados y los expulsan de sus hogares (todos conocemos casos así); al club, al partido, a la sociedad en tanto en cuanto les sirva para loar su valía y para su engreimiento personal. Pero, odian y rechinan los dientes de rabia por la envidia que les produce cualquier triunfo de los otros. Pierden hasta el color de su cara. Se han engreído de tal modo que se consideran dioses o poco menos; por supuesto, más inteligentes, más listos que los demás y que todos ellos están para servirles.
Y esto, seamos realistas, se encuentra a todos los niveles: desde el simple amo que tiene unos jornaleros, o el capataz de una obra, el jefecillo de negociado con sus subordinados, el guardia de circulación que nos pilla en falta, hasta el gran capitalista, el general o el ministro, que se considera infalible desde el momento en el que el dedo del Jefe le señaló para el cargo.
El gran filósofo francés, padre del existencialismo, que negaba a Dios y odiaba hasta la existencia de su idea, estaba convencido de que: “El proyecto fundamental de la realidad humana es que el hombre es el ser que proyecta ser Dios… Ser hombre es tender a ser Dios; o si se prefiere, el hombre es fundamentalmente el deseo de ser Dios… el hombre es una pasión inútil[3], (puesto que no lo consigue).
3.- Consecuencias teológicas.
Ya no cabe vuelta atrás. La muerte nos deja tal y como somos y hemos vivido, cual fotografía eterna. Pero una fotografía viva, sin posibilidad de cambio. Si no lo comprendemos es porque nos imaginamos el mundo de los espíritus, la otra vida, similar a ésta; es decir, sometido al tiempo. Y no hay nada de eso. No hay tiempo, no hay un antes y un después (ni tampoco Dios es un anciano con luenga barba), todo es ahora, este momento, que a los ojos de los humanos que vivimos acá, es una eternidad. Allá no es el momento del cambio; lo hecho, hecho está.
Así, San CLEMENTE ROMANO, discípulo de los Apóstoles, hacia el año 150, escribe: “Mientras estamos en este mundo, hagamos penitencia con todo el corazón por todos los pecados que llevamos con la carne, a fin de que seamos salvados por Dios, mientras dure el tiempo de la penitencia. Pues en cuanto salgamos de este mundo no podremos ya confesar, ni hacer penitencia”[4]
ORÍGENES (186-254), discípulo de los discípulos del Señor, afirma que “mientras estamos en esta vida, nos formamos de barro nuestro vaso, por así decirlo, al modo de los alfareros, y nos formamos o para la malicia o para la virtud. Verdaderamente, cuando así nos formamos, acontece que o nuestra malicia es aplastada para que surja una criatura mejor, o que nuestro progreso se deshaga, después de estar formado, en un vaso de barro. Sin embargo, cuando pasado este siglo, habremos llegado al fin de la vida, entonces seremos quemados, bien por el fuego de los dardos del maligno, dondequiera que estemos, bien por el fuego divino (pues nuestro Dios es fuego que consume)…si hubiéramos sido malos vasos, no podríamos ser renovados, ni nuestra estructura podría hacerse mejor. Por lo cual, mientras estamos aquí y como en la mano del alfarero, aunque el vaso cayera de sus manos, podría repararse y renovarse”[5]
SAN CIPRIANO (200-258), “Una vez salidos de este mundo, ya no habrá lugar para la penitencia, ni efecto alguno de satisfacción. En este mundo, la vida o se pierde o se asegura… Durante este mundo, mientras sigue la posibilidad de penitencia, no haya tardanza. Es evidente que es posible lograr la indulgencia de Dios y que la verdad es accesible fácilmente parda quienes la buscan y la entienden… La confesión no se da en los infiernos, ni nadie puede ser obligado por nosotros a la penitencia, puesto que ha sido substraído al fruto de la penitencia”[6]
Podríamos seguir con más citas. Sin embargo, una cosa queda clara, que con la muerte y, por lo mismo, abandono del cuerpo, el alma, espíritu puro queda como sellada; lo que amó en el momento de la muerte lo amará eternamente, con un amor infinito, sin posibilidad de cambio, ya que éste lo proporcionaba el cuerpo.
Ese soberbio, que ha pretendido ser Dios, pasión o sueño inútil, se encuentra ahora amándose a sí mismo de modo infinito y eterno, pero al par siente un inmenso e infinito vacío en sí, Dios, que es la felicidad que siempre, en vida mortal, soñó y creyó hallar en sus triunfos. Es una “ausencia activa”. Como la que se siente cuando tu padre, tu madre, esposa o hijo fallecen. El hueco, el dolor es profundo; pero las exigencias de tu cuerpo y las del mundo en que vives te distraen y amortiguan. Aquí ya no, aquí nada te distrae; sigue, pero con una fuerza infinita, como gusano que le corroe las entrañas y que “ni muere”, ni el fuego que provoca se apaga[7], según dice el Evangelio. He aquí, a mi entender, lo que los teólogos llaman “pena de daño o de condenación eterna”: la ausencia de Dios, que es paz, felicidad, amor, por toda la Eternidad.
Hay otra, producto de su soberbia y de su envidia: odió a cuantos le disminuían y les hizo cuanto mal pudo; pues bien, aquí odiará a miles de millones como él, quienes a su vez le corresponderán con la misma medida. ¿Se puede comparar esto con el “chirriar de dientes” evangélico? Para mí, éste es el, equivalente a lo que los teólogos llaman “pena de sentido”.
¿Perdón de Dios? ¡Imposible! No hay nada que perdonar; puesto que no es un castigo, sino la libérrima elección de ese individuo,; ahorfa con un amor infinito y eterno. El propio Dios que se obligó en vida a respetar su libertad, no puede ahora violentar su voluntad; esa alma se rebelaría. No lo quiere. Siempre se amó a sí mismo por encima de Dios y de todos los hombres y sigue firme, eterna e infinitamente en su obcecación. En la vida, el Señor le puso multitud de situaciones que le llevaran a reflexionar y con ello rectificar su camino. No quiso verlas. Las despreció. Eligió un camino hasta el final, ése fue su amor, que permanece eternamente.
Con esto creo he respondido a las dos preguntas pendientes del artículo anterior. Y, como entonces, repito que todo esto es elucubración PERSONAL. ¿También de otros teólogos? Es posible, aunque lo ignoro. En todo caso, es lo que considero más racional, más de sentido común.
Tomás Montull Calvo
Lector y Lic. en S. Teología. Doctor en Filosofía.
[1] El destacar con negrillas es cosa mía, no figura en el Catecismo.
[2] 1724-1804, Fundamento…, edic. Academ. Berlín, pp. 279, 292, 436.
[3] J-P. SARTRE: L’être et le néant, Gallimard, Paris, 1943, pp. 653-654 ; 707-708.
[4] “Epistola ad Corintios, II, Rouët de Journël, 103.
[5] In Ieremiam homiliae, Rouët de Journel, n. 487.
[6] Ad Demetrium, Rouët de Journel, n. 560.
[7] Cf. Isaías, 66, 24; Mateo, 25, 31-33.
martes, 7 de abril de 2009
Suscribirse a:
Entradas (Atom)